Comentario
Después de 1825, España vio reducidas sus posesiones americanas a Cuba y Puerto Rico. Y si bien la metrópoli se esforzó por mantener los nexos coloniales existentes, habría que preguntarse hasta qué punto se beneficiaba de sus colonias. Los mayores beneficios los obtenía, sin ninguna duda, un pequeño grupo de peninsulares con fuertes intereses en los negocios coloniales, junto con los grandes plantadores isleños. El costo de mantener el Imperio fue elevado, y no sólo desde un punto de vista material. En la segunda mitad del siglo XIX se había despejado el panorama referente a los socios mercantiles y a los flujos comerciales que afectaban a Cuba y Puerto Rico. La importancia del mercado norteamericano fue creciendo y la incidencia de las adquisiciones estadounidenses sobre las exportaciones cubanas (especialmente de azúcar) era mayor que las peninsulares. En 1850 Cuba exportó a España por valor de 7 millones de pesos y a los Estados Unidos por 28 millones. En 1890 la situación se decantó definitivamente a favor del comercio con los Estados Unidos, adonde se vendieron 61 millones de pesos, contra los 7 vendidos a España.
Los intereses norteamericanos, de una importancia creciente, iban consolidando su posición en la economía cubana. Las insurrecciones independentistas eran vistas como factores de desestabilización que podían poner en peligro sus inversiones, razón por la cual los estadounidenses eran partidarios de eliminar cualquier brote de conflictividad. Esta presencia se convertiría en uno de los principales factores para explicar la intervención norteamericana en la Segunda Guerra de Independencia, iniciada en 1895. En 1868 comenzó la Guerra de los Diez Años, uno de los intentos más serios realizados por los cubanos para emanciparse, aprovechando el desconcierto causado por la revolución que había estallado en España. La guerra redujo considerablemente el volumen de la producción azucarera y el número de ingenios existentes, pero la debilidad militar de los insurgentes y la falta de apoyo popular les impidieron imponerse al ejército español. La Paz del Zanjón, firmada en febrero de 1878, puso fin a la contienda, pero faltó imaginación y sobraron intereses como para solucionar definitivamente el problema colonial y para fundar las relaciones entre españoles y cubanos sobre unas bases de renovada convivencia. Los historiadores cubanos interpretan el acuerdo como el inicio de una nueva era, que permitió a su pueblo gozar de las libertades formales propias de un Estado de derecho, tales como la libertad de expresión, la posibilidad de constituir partidos políticos y la elección de ayuntamientos y diputaciones provinciales.
Tras la paz se produjeron algunas insurrecciones que no pusieron en peligro la estabilidad del sistema y entre 1878 y 1895 Cuba gozó de las suficientes libertades como para permitir que la relación colonial subsistiera. Al amparo de la Paz del Zanjón se crearon el Partido Autonomista, partidario de lograr la autonomía por métodos pacíficos, y el Partido Unión Constitucional, portavoz de los intereses de los comerciantes y burócratas peninsulares. El fracaso de los autonomistas convirtió al Partido Revolucionario Cubano, de José Martí, en el motor de la rebelión y el encargado de aglutinar a todos los partidarios de la emancipación. Frente al modelo cubano de enfrentamiento con la metrópoli, los hacendados de Puerto Rico, deseosos de obtener la autonomía, prefirieron una vía más moderada, basada en la presión política sobre las autoridades coloniales y metropolitanas.